Desde que se demostró que algunos individuos llevan en su ADN determinadas ‘instrucciones’ que los hacen propensos a acumular kilos de más, la ciencia no ha dejado de buscar estas pistas con el objetivo de obtener nuevas armas contra la obesidad. Aunque la mayoría sigue oculta en la maraña del genoma, poco a poco algunas van saliendo a la luz.
Los últimos en conseguir un avance significativo en este sentido, han sido un equipo de científicos británicos que, tal y como afirman en la revista “Cell” han logrado identificar varias mutaciones genéticas directamente relacionadas con el apetito y con cómo el organismo ‘quema’ las calorías.
En concreto, estos investigadores de la Universidad de Cambridge han demostrado que varias mutaciones localizadas en KSR2 provocan, en quienes las portan, una mayor sensación de hambre y una tasa basal metabólica más lenta. Es decir, estos individuos que las llevan en su ADN tienen más apetito y su cuerpo tiene más dificultades para controlar el balance energético que el resto.
Este equipo dirigido por Sadaf Farooqi había observado previamente en ratones que la manipulación de este gen se traducía en un claro aumento de la obesidad en estos animales.
Con el objetivo de dilucidar el papel que este gen cumplía en los humanos, analizaron el ADN de más de 2,000 pacientes con una obesidad severa y lo compararon con el de algo más de 1,500 individuos de control.
Su estudio demostró el rol de KSR2 en la regulación del peso y distintos procesos metabólicos.
Tal y como explican, este gen cumple un papel importante a la hora de que las células procesen correctamente las señales que envían hormonas como la insulina. Sin embargo, las raras mutaciones detectadas impiden que este proceso se realice con normalidad, reduciendo por tanto la capacidad de las células para usar la glucosa o los ácidos grasos, por poner dos ejemplos.
Una muestra de que los pacientes con estos ‘defectos’ genéticos tienen dificultades para ‘utilizar’ la energía que consumen, es que los portadores tenían una tasa metabólica reducida, es decir, ‘quemaban’ las calorías de una forma más lenta que el resto. Además, estos individuos tenían un gran apetito desde niños, señalan los investigadores.
- Paso adelante
“Hasta ahora, los genes que se habían identificado y que se relacionaban con el peso corporal afectaban en gran medida al apetito. El KSR2 es diferente porque también cumple un papel a la hora de regular cómo la energía se emplea en el cuerpo”, ha señalado Farooqi en una nota de prensa distribuida por la Universidad.
Por eso, en el futuro, conocer mejor este gen y sus ‘habilidades’ puede ser una importante estrategia para combatir la epidemia de obesidad, ha subrayado.
Según explica José María Ordovás, director del laboratorio de Nutrición y Genómica de la Universidad
de Tufts (EEUU), investigador y colaborador jefe en el Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares (CNIC) y director científico del Instituto Madrileño de Estudios Avanzados en Alimentación (IMDEA), este gen era “conocido desde 2008 por su asociación con la obesidad e hiperfagia en ratones”. Sin embargo, hasta la fecha, la mayor parte de la investigación sobre su actividad se había conducido hacia el cáncer.
En este sentido, el trabajo de Farooqi “Es el primero en este nivel genómico, es decir, con secuenciación y en humanos que en el ámbito de la regulación del peso asocia unas mutaciones genéticas con cómo consume la energía el organismo”, señala Ordovás.
Sin embargo, con estos datos en la mano, no se puede inferir cuál es la influencia real de estos genes. “Basados en este estudio no podemos concluir mucho acerca del impacto de este gen en la obesidad común en la población, ya que se ha llevado a cabo con una población muy seleccionada”.
Es más, por sí solas, estas mutaciones no explican por qué algunos individuos tienen apetito insaciable desde niños. “Puede ser que en algunos casos pocos frecuentes, este sea un motivo de ese comportamiento. Pero desde luego no el único, como ya sabemos por otros genes, como el de la leptina”, indica Ordovás.
Ahora, es el momento de continuar con la investigación. “Hay que ver la frecuencia de estas variantes raras en la población general para conocer su impacto”, concluye Ordovás.
EL MUNDO
Madrid 28/10/2013